Prisioneros
El candidato a exduque Iñaki y su exsocio Diego están multi-imputados a causa de su gestión con lucro –presuntamente– de una entidad sin ánimo de eso. Se encuentran en un buen embrollo. Cada uno puede montar su propia defensa coordinada con la del otro, haciendo un frente común, sin acusaciones mutuas. Así destaparían menos elementos en contra de ambos, y conseguirían finalmente aligerar la pena en caso de condena. Iñaki puede, también, ir por libre, inculpando a Diego como único responsable de los hechos con la expectativa de ser absuelto. Este es el mejor escenario para Iñaki, siempre claro está que Diego no vaya también por libre y le acuse a él. Porque en esa situación de acusaciones cruzadas, las evidencias de culpabilidad que se arrojen mutuamente acabarán por conseguirles a ambos un castigo penal mayor que la defensa coordinada.
Sin duda, Iñaki –y Diego, por separado– se plantean una difícil disyuntiva para su defensa individual: ¿“coordinada” o “agresiva”?, es decir, ¿concebida como conjunta o acusando a su exsocio como único responsable? La dificultad reside en que el resultado más ventajoso para Iñaki depende de que Diego decida no acusarle, perjudicándose al parecer el único culpable. Así que Iñaki debe contar con que Diego sea también agresivo. Pero, siendo ambos agresivos, se arrepentirán de no haber planteado dos defensas coordinadas, con mejor resultado para los dos. Sin embargo, eso no puede esperarse, porque cada uno estará tentado a ser agresivo si el otro no lo va a ser. La lógica les devuelve a la agresión mutua y el malestar de saber que hay una solución mejor pero que está fuera de alcance.
Probablemente sin saberlo, Iñaki y Diego ya están presos, no de cárcel –todavía– sino de uno de los problemas más famosos de las ciencias sociales: el dilema del prisionero. El problema fue originalmente ideado en 1950 por dos matemáticos –Flood y Dresher– en la corporación RAND en California (EEUU). Se trataba de un experimento para contrastar la predicción de la reciente teoría de juegos sobre la conducta de los individuos. La puesta en escena más conocida del dilema –y que le da nombre– se debe al matemático norteamericano Albert Tucker, que inventó la historia de dos delincuentes, sospechosos de un crimen, que han sido capturados por un delito menor. Al ser interrogados por la policía, deben elegir entre confesar o no el crimen que han cometido juntos. Serán condenados a un año si ninguno confiesa el crimen, pero a 5 años si los dos lo confiesan. Si sólo confiesa uno, saldrá libre –por colaborar con la justicia–, mientras al otro le caerán 10 años. El problema que afrontan Iñaki y Diego ante el juez es una versión del dilema del prisionero: la defensa “coordinada” equivale a “no confesar”, y la defensa “agresiva” se corresponde con “confesar”.
La teoría de juegos analiza las situaciones sociales suponiendo que los individuos toman sus decisiones independientemente obedeciendo sus propios intereses. Estos suelen ser egoístas en un sentido moral, aunque a la teoría de juegos sólo le preocupa que la conducta de cada individuo sea coherente con sus incentivos, no la naturaleza de éstos. La lógica de la teoría da una solución precisa para el dilema de los prisioneros: ambos deben confesar el crimen. Es fácil convencerse de que esa es la solución: si uno estudia su mejor estrategia en función de la que podría adoptar el otro, concluye que confesar es más ventajoso tanto si el otro lo hace como si no. En efecto, si el otro confiesa, uno debe hacerlo y conseguir una condena de 5 años en lugar de 10; y si el otro no confiesa, uno debe hacerlo para salir libre en lugar de cumplir un año de cárcel. Los acusados Iñaki y Diego parecen conocer el impecable argumento, porque han resuelto correctamente su propio dilema, acusándose mutuamente en una guerra abierta.
No existe dificultad lógica alguna para resolver el dilema del prisionero. Sin embargo, se han escrito bibliotecas completas sobre el asunto. La razón es que la conclusión resulta del todo insatisfactoria. El verdadero dilema de los prisioneros reside en que hay un resultado mejor para ambos que el que les impone la lógica y, sin embargo, no se producirá. Para ello deberían coordinarse independientemente y no confesar, lo que no será posible si siguen sus propios intereses. Podrían intentarlo, razonando en el lugar del otro para llegar a la conclusión que dos individuos razonables escogerán la misma opción y que, entre esas opciones simétricas, la mejor es no confesar. Pero eso sólo servirá para que cada uno, creyendo al otro convencido de que no debe confesar, le traicione y confiese para sacar la máxima ventaja del silencio del otro. El dilema se convierte así en una tensa cuestión de confianza en el otro, que a su vez no es más que un trasunto de uno mismo.
En cada nuevo dilema del prisionero, los protagonistas repiten esa misma sensación de tensión que produce la cuestión de confianza. Por ejemplo, así sucedía una y otra vez en la parte final de un conocido concurso de televisión. Para repartirse el bote de dinero que habían obtenido juntos, dos concursantes debían pulsar simultáneamente uno de dos botones –verde o rojo–, ocultos a la vista del otro. Las reglas del reparto: con dos luces verdes el bote se repartía por la mitad; con una luz verde y otra roja todo el bote era para el traidor que pulsó rojo, y con dos luces rojas ninguno conseguía nada. En efecto: los concursantes se enfrentaban a un dilema del prisionero. Conociendo el guión de la teoría de juegos, la productora del programa debía contar con que –si los concursantes jugaban correctamente – gastarían muy poco en premios. Para hacer el lance de las pulsaciones más dramático, se reunía a los dos concursantes previamente para que negociaran y reforzaran su aparente convicción de que debían pulsar verde. Tras el rato de intimidad, a veces sellaban su verde trato con apretones de mano o sentidos abrazos. Los desenlaces componían toda una sección de un tratado de psicología humana. Las caras descompuestas o las lágrimas de algunos concursantes “verdosos” traicionados eran más propias de un cruel melodrama que de un divertimento televisivo.
Porque, si no son vinculantes, los acuerdos o juramentos para coordinarse –pulsar verde en el concurso– son de todo inútiles para anular la tensión del dilema y su peor desenlace. Ante la promesa del otro de pulsar verde, un participante que siga coherentemente su propio interés –por el dinero, en este caso–, en el último momento pulsará rojo y se desatará el drama.
El episodio del concurso sirve de prueba –además de la mente retorcida de sus guionistas– de que el mecanismo perverso que contiene el dilema se mantiene intacto. La crisis mental de los prisioneros en el momento de hacer su elección se producirá por mucho que se conozca perfectamente el dilema de antemano. Tan cierto es que el dilema tiene una nítida solución lógica como que el combate interior que le produce a cada prisionero sobre la realidad y el deseo es inevitable.
El asunto de Iñaki y Diego muestra que los dilemas del prisionero, lejos de ser artefactos teóricos, están presentes en la vida real. Es más, están omnipresentes. Es fácil crear un dilema del prisionero. Basta con que exista, de partida, una solución de compromiso que cada parte mejorará si sigue sus incentivos unilateralmente, pero que conduce a una situación peor que la inicial si las dos partes lo hacen. Las guerras de precios entre empresas, la proliferación nuclear entre países enemistados, las guerras de bandas callejeras urbanas, la competencia por el share en los medios de comunicación, … todas exhiben a menudo la desastrosa solución de un dilema del prisionero.
Dilemas similares pero con muchos prisioneros también abundan aquí y allá, con desenlace tan agrio como en el dilema de dos. Estos dilemas sociales aparecen fácilmente, puesto que la sensación de traición al romper la solución coordinada se diluye entre muchos individuos, que además son anónimos. Sin una conciencia social de los individuos, los dilemas son difíciles de neutralizar.
Como dice William Poundstone, que escribió alrededor del dilema todo un libro, descubrir el dilema del prisionero es como caer en la cuenta de que el aire existe. En mayor o menor medida siempre hemos sentido actuar su mecanismo, que es parte indisoluble de nuestra dimensión social. Cada vez que aparece, el dilema inocula en los prisioneros el mismo veneno: ir por libre o coordinarse, rojo o verde, ser o deber ser, la razón o la fe. Estar en un dilema del prisionero es como cruzar el río transportando al escorpión de la fábula. El dilema tiene solución, pero su tóxico no tiene antídoto. Como el escorpión, está en su naturaleza.