Seguro de cambio
La posición de los científicos sobre el cambio climático es prácticamente unánime: entre un 97% y 98% de los investigadores del clima relevantes están de acuerdo con las principales afirmaciones del panel internacional de expertos (IPCC 2007): la actividad humana ha sido muy probablemente la causa de la mayor parte del inequívoco calentamiento de la Tierra en la segunda mitad del siglo XX. Además, se ha evidenciado que la prominencia científica de los escépticos y negacionistas está muy por debajo de los científicos convencidos.
A pesar de ello, la opinión pública está muy lejos de ser un consenso y mantiene dudas tanto sobre la causa humana del calentamiento como –sorprendentemente‑ sobre el acuerdo científico sobre el papel de los gases de efecto invernadero en el cambio climático. Según una reciente encuesta, sólo la mitad de los norteamericanos que aceptan que la temperatura de la Tierra ha aumentado están muy seguros, mientras que un porcentaje similar tienen una posición negacionista firme entre los que dicen no creer en el cambio. Durante los últimos años la confianza social sobre la seguridad de los científicos en el cambio climático ha disminuido. Y eso que los científicos están entre los mejor valorados por los ciudadanos entre instituciones o grupos sociales. Así que muchos científicos del clima están frustrados por la limitada respuesta social a la que consideran la principal amenaza que enfrenta el planeta. “Dada la complejidad y la gravedad de las decisiones relacionadas con el clima, se necesita un nuevo modelo de comunicación científica”; así se expresaban en el primer número de la revista Nature Climate Change. Más allá de un modelo de comunicación posiblemente defectuoso, intervienen otros factores importantes. Y están relacionados –cómo no‑ con la economía.
Por una parte,está el impacto de la crisis económica, que ha tapado a otras crisis menos acuciantes, en particular la climática. Por ejemplo, durante muchos años la mayoría de los norteamericanos –el 70% en 1990‑ pusieron el medioambiente por delante de la economía, incluso ante la perspectiva de frenar el crecimiento económico. Eso cambió a partir de 2008.
Por otro lado ‑ también económico, finalmente‑, está la politización del debate climático. O, si se quiere, la climatización de la política, porque existe una notable correlación entre la posición ideológica y la “sensación térmica” de la temperatura de la Tierra: la izquierda la nota más caliente y la derecha más fría. En Estados Unidos, por ejemplo, existe una enorme brecha entre las percepciones del cambio climático de los demócratas y de los republicanos.
A esa polarización parecen contribuir sin descanso los políticos. Aunque declaren otra cosa, a menudo ignoran los criterios científicos en sus propuestas sobre la lucha climática. O directamente ignoran el propio cambio climático, como los candidatos republicanos mejor colocados para luchar por la presidencia de los Estados Unidos en 2012‑ sus posiciones van desde “no sabemos que está causando el cambio climático” (Mitt Romney) hasta “no existe el cambio climático” (Rick Perry o Rick Santorum). La línea general acientífica que maneja el Partido Republicano norteamericano lo está convirtiendo en el “partido anticiencia”, como ha explicado Paul Krugman.
Las políticas liberales o conservadoras supeditan una y otra vez los criterios científicos a los económicos. Argumentos económicos son los que usó el gobierno conservador de Canadá para abandonar el protocolo de Kyoto en diciembre de 2011. En España, se ha explicado así el reciente cambio de rumbo de las políticas climáticas o el intento –frenado por la UE‑ de ampliar la caza del lobo ibérico. Son algunos detalles menores de un panorama que ya quedó bastante explicado cuando, en diciembre de 2011, la estructura del nuevo Gobierno de España recogió todas las ciencias bajo el paraguas de una ciencia: la funesta –como llamó a la economía el escocés Carlyle en 1839‑.
Así las cosas, cobra interés cualquier lectura o traducción económica del cambio climático. Un sencillo ejercicio de ficción científica permite poner en esa perspectiva la famosa conclusión probabilista del IPCC 2007: “la probabilidad de que el calentamiento global sea de origen humano –antropogénico‑ es del 90%.“ ¿Para qué puede servir ese dato? Si se piensa en el planeta como la vivienda de la humanidad, el 90% es la probabilidad de que el cambio antropogénico sea real y dañe la vivienda de modo indeseable o catastrófico –en eso sí parece haber consenso‑. Dado lo severo de los daños, es una idea razonable –de economía básica‑ intentar cubrirse de la contingencia del siniestro.
En una versión más familiar del problema, la solución para cubrir la contingencia de una muerte sobrevenida es contratar un seguro de vida. Por ejemplo, el caso de un individuo sano de 30 años que quiere contratar un seguro de 100.000 euros durante un año. Desde hace siglos, el coste básico o inicial del seguro –esencialmente, lo que se llama prima pura‑ se calcula como el dinero obtenido por los beneficiarios en caso de siniestro multiplicado por la probabilidad de que éste se produzca. Ese coste –la pérdida esperada por la compañía de seguros– es el valor promedio que se obtiene al lanzar una moneda con dos resultados, 0 (el asegurado sigue vivo al año) y 100.000 (el asegurado ha muerto al año), y con probabilidades respectivas p0 y p1. Es decir, prima=0×p0+100.000×p1=100.000×p1. Por tanto, el dato crucial que necesita la aseguradora es p1, la probabilidad de que un individuo sano de 30 años muera en un año, que se obtiene de las estadísticas de mortalidad entre una amplia población sana de varones de 30 años –es importante que la población sea grande para que el dato estadístico sea una buena aproximación de p1–. Si p1 está en torno al 0,0005 –un 0,5 por mil, que es un valor realista‑ la prima es de 50€ (el “valor a término” de la prima, más exactamente). La probabilidad p1 es clave para calcular la prima, que a su vez determina el precio final del seguro. Si el asegurado tiene 40 años, entonces p1 aproximadamente se duplica y por tanto el precio del seguro que será de unos 100€. La probabilidad de siniestro a los 50 prácticamente se multiplica por ocho y el seguro entonces constará unos 400€. El otro factor que determina la prima es el valor del beneficio en caso de siniestro; así, duplicando la cantidad asegurada se duplican también las primas.
Siguiendo la lógica anterior en la ficción sobre el cambio climático, uno puede hacerse una idea aproximada del coste de asegurar la Tierra contra el calentamiento antropogénico a un corto plazo. La ficción nos permite pensar que la Superagencia Interestelar de Seguros, que ha obtenido el dato probabilista climático de su tabla de siniestros y ésta tiene la fiabilidad estadística necesaria, está dispuesta a contratar el seguro con los humanos de nuestra Tierra. Sobre el corto plazo no hay que hacer mucha ficción: los expertos dan un período de cinco años para contener el cambio climático antes de que los daños sean irreversibles. Sólo queda decidir el valor del seguro. Si nos decidimos sólo por asegurar el contenido con valor económico, hay que considerar el PIB mundial, que está en torno a unos 63 billones de dólares según datos del Banco Mundial de 2010. Ahora sólo hay que escoger la cantidad a asegurar… y multiplicarla por la probabilidad del siniestro en el caso del calentamiento antropogénico, … ¡que es 0,9! Para contratar un seguro por valor de todo el PIB mundial la prima sería equivalente al PIB de los 35 países más ricos del mundo (hay unos 190). Todo ‑¡y sólo!‑ el PIB del G-20 podría contratar un seguro por el 85% del PIB mundial. Las tres economías más ricas del mundo –EU, EEUU y China‑ no alcanzarían para contratar un seguro por el 60% del PIB mundial. Esos costes gigantescos provienen de la enorme magnitud de la probabilidad del IPCC. Los cálculos sugieren que sería del todo imposible contratar el seguro terráqueo. El ejercicio sugiere una pregunta económica –de ficción, claro‑: ¿Nos podemos permitir los humanos correr el riesgo de estresar críticamente el clima del planeta si no podemos permitirnos asegurarlo?