Lección electoral
Tras la mayoría absoluta del Partido Popular en las elecciones del 20-N, un significado ex-dirigente político ha explicado el resultado diciendo que España –no la mayoría ganadora‑ le pide a Mariano Rajoy que “haga lo que tenga que hacer” para sacar al país de la crisis. Es otra declaración particularmente curiosa, entre las muchas que se pronuncian después de un shock electoral, bien sean del partido más ganador o del menos ganador ‑en las elecciones ningún partido pierde‑.
Las reflexiones o interpretaciones de un político en la post-elección suelen ser tan apasionantes como la de un futbolista en el post-partido. Pero si no tienen fundamento lógico, pueden empeorar mucho. Inferir, sólo a partir de la contabilidad de votos, intenciones últimas o mensajes específicos de los votantes –sobre los que no se les ha preguntado‑ es poco cuidadoso. Porque, en psicología social, como regla general se debe tener la precaución de que a veces los resultados colectivos no sólo no reflejan las preferencias de los individuos ¡sino que están en las antípodas de ellas!
Por otra parte, sí tiene sentido preguntarse qué información sobre las preferencias de los electores se puede deducir a partir de los resultados agregados. La cuestión inversa, aunque tiene mucho menos interés mercadotécnico, lleva más alcance democrático: ¿están correctamente representadas las preferencias de los individuos a través de un sistema electoral? Si así es, ¿en qué sentido?
Antes que del traído y llevado asunto de la (ausencia de) proporcionalidad entre votos y escaños –que tiene su otro aquél–, se trata del antiguo problema de la elección social. El resultado de una elección produce una ordenación de las opciones a partir de las ordenaciones de todos los votantes usando un método o regla electoral –que en la práctica varía según procesos y países‑. Se trata de saber si –y cómo‑ el resultado del método respeta las ordenaciones que los individuos hacen de las opciones. La respuesta es sorprendente, por inesperada. Y por inquietante.
La primera cuestión es elegir el método, y la primera idea es escoger la regla de la mayoría: una opción será mejor que otra en el orden colectivo si es preferida por más individuos. Como ejemplo, tres personas que deben ordenar conjuntamente las tres opciones PP, PSOE y UPyD y cuyas preferencias están ordenadas del siguiente modo: el orden del primero es PP‑PSOE‑UPyD, el del segundo PSOE‑UPyD‑PP, y el del tercero UPyD‑PP‑PSOE. Con la regla de la mayoría, PP es mejor que PSOE (porque lo prefieren 2 frente a 1), y PSOE es mejor que UPyD (por la misma razón). ¿El vencedor es el PP? No, porque también 2 a 1 UPyD gana a PP. Así que, el método es malo: produce un orden colectivo que es inconsistente – las preferencias son cíclicas‑ a pesar de los individuos tienen las opciones completamente ordenadas –sin bucles‑. Esta notable paradoja fue descubierta por el Marqués de Condorcet – científico y matemático francés‑ en 1785.
Y ¿qué es un método “bueno? Si se va a mínimos, algunas condiciones parecen irrenunciables. En primer lugar, debe respetar el consenso: si todos prefieren una opción a otra, el método no debe cambiar ese orden. Además, la ordenación social debe ser independiente de terceras alternativas: para establecer el ranking social entre dos opciones, el lugar relativo que ocupan otras no debe importar. Por último, obviamente el método debe tratar a todos por igual; como mínimo, no puede haber un dictador cuyas preferencias establezcan el orden social.
Desde 1785, al menos, comenzó la caza del método “bueno”, que siempre produce órdenes sociales consistentes: el sueño de los filósofos sociales. Sin éxito. Hasta mediados del s XX. Introducido al tema por su profesor, Harold Hotelling y tras varios años de búsqueda frustrada, el matemático norteamericano Kenneth Arrow comienza a sospechar. En 1951, Arrow demuestra en su tesis doctoral que, con más de dos opciones, no existe ningún método bueno. Formuló cada una de las irrenunciables condiciones de arriba para acabar demostrando que había que renunciar a ellas colectivamente, no pueden convivir juntas consistentemente. El “sueño social” es precisamente eso: imposible.
El famoso teorema de imposibilidad es la contribución fundamental de Arrow a la ciencia social, que le consiguió –junto a otras‑ el Premio Nobel de Economía de 1972. Debería enseñarse en las escuelas como parte de la educación elemental de los ciudadanos. Estos han de saber que no pueden esperar de los colectivos –no importa por qué regla se guíen‑ la misma consistencia de los individuos. Así podrán comprender que nadie prefiera ver el programa de televisión más indeseable, y que resulta ser el favorito de la audiencia. O que se puede ganar el campeonato sin haber conseguido ninguna carrera.
Hay una lectura inquietante del teorema de imposibilidad. Sí que existe un método bueno que respeta las dos primeras condiciones ‑el consenso y la independencia‑. Es la dictadura. Aunque el método no pasa por ser muy social, esa podría ser una posible metáfora de la democracia actual: mientras se cumplen algunas reglas democráticas básicas, el orden político lo establece un único decisor. Si votara, sería el dichoso mercado.
Las dos versiones del teorema de Arrow plantean la siguiente elección: o se admite a la posible inconsistencia de los órdenes sociales o se acepta una dictadura. Entre tanta mala noticia, hay una buena: si una elección sólo presenta dos opciones, el método de la mayoría sí es “bueno”: así que no debería ser posible una dictadura si la mayoría no quiere.