Parejas triple A
Vuelven a aumentar los divorcios en España tras dos años de caídas, que se atribuyen a la crisis. Aunque la crisis ralentiza la decisión de divorciarse, al final la ruptura se acaba produciendo. Agosto suele ser el embrión de las próximas rupturas: muchos divorcios se habrán estado gestando en playas y lugares de vacaciones, cuando las parejas descubren ‑o, más probablemente, constatan‑ que su relación les gusta poco o nada. Al pasar juntos más tiempo del que acostumbran, las parejas confirman que la sensación que tienen a diario durante el resto del año no es tan llevadera como creían.
En el tiempo que se tarda en leer el párrafo anterior se habrá producido al menos un divorcio en la Unión Europea. Serán más de doce si se lee este texto completo, y al menos uno será un divorcio español. De hecho España es subcampeona de Europa –sólo detrás de Bélgica‑ en la competición de tasas de divorcios: por cada tres matrimonios que se forman en España se rompen dos. Las tasas difieren por comunidades autónomas: en algunas –como Madrid, Valencia o Cataluña‑ la relación es casi tres divorcios por cada cuatro enlaces, mientras que en Canarias se rompen más matrimonios de los que se forman.
El matrimonio parece funcionar cada vez peor en Occidente. En Estados Unidos prácticamente el 50% de las personas en los cuarenta y tantos se han divorciado de su primer matrimonio y la proyección es que las cosas irán a peor. La funesta estadística “uno de cada dos” se repite a menudo en el mundo académico y medios de comunicación norteamericanos. Como mecanismo, el matrimonio parece tan fiable como una escopeta de feria. Si se espera que el invento mejore sin la fórmula del “sí, quiero”, no hay caso: en EEUU la tasa de fallo de las parejas sin fórmula ‑civil o no‑ es del 50% al cabo de 5 años y casi del 70% después de los 10, duplicando las tasas de los matrimonios. Según el historiador Lawrence Stone la magnitud de las rupturas en Occidente no tiene un precedente parecido en los últimos dos mil años de historia y, probablemente, más.
Los datos anteriores describen una realidad sociológica que tiene notables implicaciones de gran escala: sociales, económicas, políticas, por ejemplo. Pero también importantes repercusiones de pequeña escala: psicológicas y de salud. En este momento en Occidente, una pareja tiene más probabilidades de romperse que de permanecer unida. Y sigue sin comprenderse porqué. Es un viejo problema saber qué es lo que hace que unas parejas sean felices mientras otras fracasan. Sí se sabe que la ruptura de la pareja no sólo se relaciona negativamente con la salud mental y física de los desemparejados, sino que está entre los mejores predictores de los eventos negativos de la vida (accidentes, enfermedades físicas, psicopatologías, suicidio, mortalidad,…). Así, al emparejarse, uno está también comprando muchas papeletas de una tómbola donde la lista de premios es la de desastres de la vida.
A la vista de ello, es natural que a una pareja le entren ganas de minimizar el riesgo de equivocarse antes de darse el “allá que vamos”. Sería ideal que existiera la ACRM (Agencia de Calificación de Riesgo Marital) a la pudieran consultar. Después del pertinente estudio sesudo, recibirían su calificación: desde pareja “triple B” ‑de bajo riesgo‑ o “doble B” ‑de bajo riesgo con “pero”‑, hasta pareja “triple A“‑de alto riesgo‑.
Si se tiene en cuenta el dinero que podría tener que gastar el sistema público de salud si se produce la ruptura, alguien en un ministerio podría idear la ACRM como un organismo público y, ya puestos, que el nivel de prestaciones del sistema de salud de las parejas esté en relación con la calificación obtenida. “¿Así que, con una hermosa triple A, se quieren ustedes casar? Muy bien, pero les cubriremos sólo un 50% de la hospitalización cuando se hayan separados”. Los colegios de abogados, por otra parte, podrían recomendar bonificaciones en los servicios contratados por las parejas triple A; a fin de cuentas es probable que acaben requiriendo los servicios de algún colegiado.
Mientras todo eso –afortunadamente‑ no sucede, en Seattle (EEUU) existe una ACRM. Se llama “The Love Lab” y forma parte del Instituto de Relaciones Gottman, aunque nació en el Departamento de Psicología de la Universidad de Washington. Durante años, el equipo de Gottman ha observado numerosos matrimonios en el laboratorio –un método revolucionario en el campo de la psicología marital, tradicionalmente limitado a realizar cuestionarios sobre satisfacción en el matrimonio. Allí les saca un tema conflictivo en la relación para que mantengan una discusión de 15 minutos. Las reacciones –fisiológicas, verbales y no verbales‑ de cada uno son procesadas y codificadas mediante una variable numérica que puntúa –positiva o negativamente‑ sus emociones ‑positivas y negativas‑ durante la conversación. Como resultado del análisis de la tendencia de las diferencias acumuladas de puntuaciones positivas y negativas, las parejas salen del Laboratorio del Amor con la calificación “bajo riesgo” o “alto riesgo”.
Aunque hay diferentes tipos de parejas estables o de bajo riesgo, todas se caracterizan por que el indicador de Gottman evoluciona al alza, mientras que las de alto riesgo lo hacen a la baja –muy en la línea de un índice bursátil. Es más, sorprendentemente, un parámetro parece mantenerse constante entre las parejas con la misma calificación: la razón entre el número de puntuaciones positivas frente a las negativas es aproximadamente de 5 a 1 entre las parejas de bajo riesgo, mientras que esa razón es 0.8 entre las triple A o de alto riesgo. Después de varios estudios, Gottman y su equipo anunciaron que ese ratio servía para predecir divorcios futuros hasta en un 94% de casos.
En fin, debe ser un trago entrar al laboratorio a discutir con tu pareja y salir con el diagnóstico del número de telediarios que le quedan a la relación. Pero así también las parejas triple A pueden maniobrar para reparar lo que no funciona…. si se sabe qué no funciona, claro. Para entender eso hay que salir del laboratorio y construir un modelo teórico que pueda reproducir las puntuaciones de las parejas durante su discusión. Ese modelo debería explicar la evolución de las puntuaciones a través de las influencias de cada miembro de la pareja en el otro, que a su vez habría que descubrir.
Ese es el objetivo que se propuso el equipo de Gottman en colaboración con el matemático James Murray: formular las ecuaciones de interacción secuencial para las puntuaciones de la pareja durante la conversación. Así, calibrando el modelo a partir de los datos de cada pareja, no sólo se puede calificar su riesgo de ruptura, sino establecer objetivos terapéuticos ‑qué se debe modificar para disminuir el riesgo de las parejas inestables. Es la ventaja comparativa cuando se tiene un mapa de las cosas.
Aunque la capacidad predictiva del modelo de Gottman y Murray ha sido cuestionada, es indudable el valor de su aportación a un misterio sin resolver –qué hace felices a unas parejas pero desgraciadas a otras‑. Su aproximación al problema –mediante observación, elección y medición de variables significativas, formulación y análisis teórico de las relaciones entre ellas, y contraste de su eventual capacidad de explicación y predicción‑ representa la mejor versión del método científico. Lo que, por cierto, le viene francamente bien a una disciplina –la psicología‑ cuyo estatus como ciencia está en entredicho. Según Peter Watson –experto en historia de las ideas‑ la psicología ha fracasado como ciencia y su campo ha sido tomado por otras disciplinas verdaderamente científicas. En el caso de las parejas, las matemáticas no han sustituido la psicología, sino que le dan sustento como ciencia. No hay disciplina más científica que las matemáticas.