Ciencialia y Mundonia
El papel de la ciencia en la sociedad de hoy es un elemento imprescindible de una cultura moderna, que utiliza la razón y el pensamiento crítico en la toma de decisiones. Así se afirma –literalmente‑ en la exposición de motivos del proyecto de la nueva Ley de la Ciencia que se ha publicado en el BOE el 2 de junio de 2011. Constata el reconocimiento de la ciencia como tejido sustancial de la cultura humana en el siglo XXI.
No podría ser de otro modo, porque no hay forma de entender la sociedad moderna sin la ciencia. Si Shakespeare o Beethoven no hubiesen existido –escribió Bertrand Russell‑, nuestra vida diaria sería como la conocemos. Sin Pitágoras o Galileo –añadió‑ la vida diaria de los occidentales, pero también la de los campesinos chinos o indios, sería profundamente diferente de la que es ahora.
La nueva ley persigue una “Ciencia del siglo XXI” promoviendo, entre otras cosas, un compromiso con la “difusión universal del conocimiento, profundizando en la vertebración de la relación y el diálogo entre ciencia y sociedad”. Ese sistema vertebrado puede pensarse como una red de canales que conecta un imaginario lugar de la ciencia –Ciencialia– con la sociedad más mundana –Mundonia. Por los canales fluye desde Ciencialia a Mundonia la información científica y acaba manando por surtidores más o menos visibles procesada por los propios científicos, o por periodistas o divulgadores que buscan mejorar la percepción de la ciencia y la cultura social.
Ese flujo de información recibe especial atención en el proyecto de la ley, que establece entre sus objetivos generales “impulsar la cultura científica a través de la educación y divulgación”. Es más, especifica que las actividades de divulgación son consustanciales a la carrera de los científicos. Y deberían ser reconocidas adecuadamente por las Administraciones Públicas, que a su vez tienen el deber de fomentar el flujo.
En Mundonia existen numerosos surtidores de información científica: secciones de prensa, publicaciones de divulgación científica, blogs, foros, repositorios de libre acceso de noticias científicas o de charlas divulgativas sobre ideas de ciencia e innovación que merece la pena difundir, … Entre ellos hay excelentes ejemplos, que trasmiten la información logrando el difícil binomio precisión‑claridad.
Sin embargo, se puede argumentar que esos surtidores mantienen un formato estanco, que puede acabar equiparando la ciencia a un producto de información que se consume como el deporte, la economía, la moda o la vida social. En definitiva, no contribuyen a establecer la “ciencia” como lo que es: una materia transversal, que permea toda la actividad humana y, en particular, la cultura (cuyas secciones de prensa, por cierto, nunca incluyen noticias acerca de la ciencia).
La verdadera cultura científica dista mucho de ser una colección nutrida de hechos y hallazgos científicos, por muy variada y cuidada que sea. Consiste más bien en incorporar el modus operandi del método científico a lo cotidiano, y en particular a las decisiones que afectan un entorno público. De hecho, la ley de marras propone la mejora científica de la sociedad “al objeto de que todas las personas puedan en todo momento tener criterio propio sobre las modificaciones que tienen lugar en su entorno natural y tecnológico.”
¿Cómo se aplica ese método científico al intentar comprender cualquier cosa? Respetando tres principios básicos –como explica Jorge Wagensberg‑: observarla con la menor interferencia posible (objetividad), representarla de un modo simplificado que sea analizable (inteligibilidad), y confrontar el conocimiento aprendido con la experiencia (dialéctico). Ese protocolo es universal y se puede aplicar a cualquier asunto, desde la física de partículas o el dilema climático a la decisión de votar útilmente o cómo socializar en un bar.
Así que un ciudadano de Mundonia no tiene porqué ser menos científico que un físico. Otro asunto es que renuncie a serlo. Quizá lo haga porque no sepa cómo empezar. Es más que probable que nuestro ciudadano no sepa distinguir una opinión de un hecho, un hecho seguro de otro probabilista, una conjetura de un hecho demostrado, o una demostración estadística de una matemática. Así se explicaría la confusión que generan algunos medios al presentar opiniones como estadísticas y éstas como certezas probadas, mientras que resultados matemáticamente probados se malinterpretan o infravaloran. La capacidad para hacer esas distinciones es un subproducto elemental de la mejor versión de cultura científica, la “operativa”, no la “informativa”.
¿Cómo conseguir que esa fórmula operativa de la cultura científica fluya entre Ciencialia y Mundonia? No consiste en potenciar el flujo que abastece los surtidores de información en el sistema de canales de Ciencialia a Mundonia –como insiste repetidamente el proyecto de la ley. Es necesario estabilizar un nuevo flujo en sentido contrario: que las cosas, las realidades, los problemas de Mundonia estén conectados a Ciencialia. Que sus ciudadanos puedan obtener de sus reservorios de información –han de ser abiertos‑ qué conoce y qué desconoce la ciencia sobre cualquier asunto que contemplen. Pero sobre todo que, eventualmente, sepan proceder en el modo operativo de Ciencialia.
Es sobre todo el caudal del flujo inverso –el “operativo”‑ el que se ha de potenciar. El texto de la ley lo apunta episódicamente sin proponer protocolos concretos de actuación. Posiblemente porque no es fácil imaginar o diseñar el modo de trasmitir la ciencia, no como un producto informativo o al peso, sino como un protocolo que tiene que ver con todo. Para ello no parece lógico confiar en la divulgación de una disciplina sobre la premisa de conseguir que se aprecie la belleza o el interés intrínseco de lo que se divulga. Estas apreciaciones suelen diferir mucho entre los especialistas del área y los ciudadanos de Mundonia. Es como pretender que éstos aprecien la belleza de un concierto de Bach en la armonía de las notas escritas sobre el pentagrama y no en la sensación física de su sonido, quizá ambientando un pasaje audiovisual. O como intentar llamar la atención sobre el valor –incuestionable‑ de la fórmula de la ecuación de segundo grado explicando cuidadosamente cómo se obtiene, en lugar de usándola para saber, por ejemplo, si se puede rodear toda la superficie de una parcela rectangular con una valla de longitud dada.
La ciencia, como la matemática, se debe experimentar. Hay que hacerla, vivirla, sentirla vinculada con lo que a uno le gusta, a lo que a uno le afecta o le interesa, que no suele ser –y justificadamente‑ la ecuación de segundo grado per se. Afortunadamente, todo está conectado de un modo u otro con la ciencia, y con las matemáticas: no hay otra disciplina más transversal y más propia de la ciencia. Eso favorece el caudal inverso de Mundonia a Ciencialia.
Establecer ese flujo inverso es además una tarea urgente. No basta que las próximas generaciones se eduquen en la nueva cultura y estén preparadas para enfrentarse a los dilemas –de carácter científico‑ de nuestra época. Ya se debe actuar. Los ciudadanos de Mundonia –o las políticas de los gobiernos que elijan con el debido criterio ‑ deben decidir cómo mitigar ya crisis avanzadas que amenazan los límites soportables del planeta, como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, la alteración del ciclo del nitrógeno, el puzzle energético o el crecimiento sostenible, por mencionar las más acuciantes.
Construyendo nuevos canales o aprovechando los que ya existen, la nueva dinámica sólo podría retroalimentarse positivamente, reforzando su caudal, canalizando más y mejores conexiones y expandiendo la red para establecer un nuevo metabolismo cultural de la sociedad, el que se merece el siglo XXI.
Ese puede parecer un pensamiento ilusorio, a la vista del oscuro panorama que se contempla. Pero si arranca la dinámica no habrá razón para afrontar el futuro deprimidos. Eso no es debido a un optimismo injustificado, sino a otro de los subproductos de la cultura científica: la curiosidad, marca de fábrica de la ciencia. La curiosidad es una apuesta segura en la vida. Como dijo Ian McEwan en un entrevista, no se puede ser curioso y estar deprimido.