¿Hay alguien ahí?
El otoño, con ese señorial aire mortecino que tanto protagonismo le da a la Naturaleza, es época propicia para preguntas sustanciales acerca del continente de la vida y sus cuatro puntos cardinales: arriba, abajo, delante y detrás. Si uno se sobrecoge mucho en octubre ‑ un mes con todos los matices para explicar él sólito todo el año‑ puede pensar en “Dios” como única respuesta a tanta profunda cuestión.
Si uno cree en un Dios –no sólo en octubre, todo el año- se resuelven de un plumazo los cuatro puntos en uno sólo, que da respuesta a todo y, de paso, quizá alivio a la existencia. Si uno no cree pero está dispuesto a pensárselo, parece lo más racional tomar la “hipótesis de Dios” científicamente, como una posibilidad más acerca del universo, y que debe analizarse tan escépticamente como cualquier otra. Ese es el punto de vista generalizado entre cosmólogos y otros filósofos naturales modernos, como el biólogo evolutivo Richard Dawkins. Claro que la mejor forma de creer es ver, pero por ahí la cosa va mal: ya dice el Evangelio que “a Dios nadie le vió jamás” (Juan 1:18) y eso no parece haber cambiado.
Para resolver asuntos invisibles, el método científico trata de encontrar evidencias o indicaciones indirectas. Para ello, nada mejor que disponer de una teoría; una que funcione en un contexto en que se pueda testar la hipótesis de partida. Por ejemplo, Newton tenía una buenísima, que postulaba la existencia de una fuerza universal invisible de atracción entre cuerpos distantes. Y proporcional a la inversa de la distancia al cuadrado; ahí es nada. Alucinante asunto, acostumbrado uno a que la atracción entre cuerpos sea más bien proporcional a la pulsión del corazón o la líbido. Por increíble que resulte esa atracción, la verosimilitud a priori de los supuestos no es ningún test para una teoría, sino los hechos. A la de Newton no le tosió ningún hecho, hasta que apareció la relatividad general de Einstein, sólo para corregirla en ciertas situaciones.
Para encontrar huellas de la existencia de Dios se requieren teorías acerca del sistema del mundo, como las de Newton o Einstein. Ninguna las dos permite inferir objetivamente la existencia de Dios, aunque los dos genios formularon públicamente sus propias opiniones al respecto. En sentidos opuestos, por cierto.
Se acaba de difundir ampliamente la del físico Stephen Hawking, que dicen que opina que Dios no creó el universo. En realidad, en términos más precisos, Hawking dice que la hipótesis de Dios “no es necesaria” para explicar el origen del mundo. La declaración no es novedosa: eso mismo le comentó Laplace nada menos que a Napoleón cuando éste le preguntó por la página de su Mecánica Celeste –su sistema del mundo- en la que aparecía el Hacedor. De hecho, la inmensa mayoría de los científicos importantes parecen estar de acuerdo en considerar innecesaria la hipótesis de Dios. Es posible que tanta convergencia de opiniones sea sólo la consecuencia de una común educación científica basada en el principio de Occam: desechar las explicaciones más complejas, en igualdad de condiciones.
Así que la ausencia de Dios en los supuestos o conclusiones de las teorías científicas no parece noticia. Sí lo sería -y de qué calibre- que una teoría haya creído evidenciar objetivamente su existencia alguna vez.
Ese momento singular se produjo al menos una vez, en un episodio aparentemente poco conocido. Cerca de 1750, en pleno siglo ilustrado, los científicos creyeron haber encontrado la prueba matemática de la existencia de Dios. Todos los fenómenos de la naturaleza entonces conocidos demostraron obedecer un principio general de eficiencia: ocurren realizando el mínimo de una cantidad, que llamaron acción. El mundo conocido parecía estar diseñado según un criterio universal inteligente. El matemático y filósofo francés Pierre de Maupertius fue el primero que enunció el Principio de Mínima Acción en forma general. En 1746 escribió que
“Después de que tantos grandes hombres hayan trabajado en este tema, casi no me atrevo a decir que he descubierto el principio universal sobre el que se basan todas las leyes […] Este es el Principio de Acción Mínima, un principio tan sabio y digno del Ser Supremo, e intrínseco a todos los fenómenos naturales.”
Y Pierre se muestra extasiado ante su significado, que cree ver claro:
“El espectáculo del Universo se muestra todo lo grande, maravilloso y digno de su Autor. ¡Qué satisfacción para el espíritu humano el contemplar esas leyes del movimiento para todos los cuerpos en el Universo, y el descubrir en ellas la prueba de la existencia de Él que gobierna el Universo!”
Cuando lo dejó escrito, Maupertius no era ningún alucinado o mensajero de Ganímedes, sino un científico reputado presidente de la famosa Academía de Ciencias de Berlín. En la comunidad científica cundió la idea de que se había desentrañado la mente del “diseñador”. ¡Qué momento! No es difícil imaginar el estremecimiento del que cree haber descubierto con certeza matemática la trama oculta del universo, y además que se trata de una trama inteligente.
El principio de acción mínima acabó fracasando como explicación universal del mundo, y – si es que no lo había hecho antes- como evidencia de presencia divina: aparecieron nuevos fenómenos naturales, como el electromagnetismo, que no parecen obedecer ninguna regla de mínimo. Sin embargo, el principio de Maupertius aún permanece como la cima más próxima a la cumbre del sueño final de los científicos naturales: condensar todas leyes de la naturaleza en un simple principio del que deriven los demás. Ese sería -según Einstein- el Dios de los científicos, el de causalidad universal. Aunque tampoco saben aún si existe.
Si, hay alguien aqui. Todo reino tiene que tener su pirata…
Asi que ya he pirateado por las aguas de internet y descubierto los tesoros de este reino. Muy entretenido, y acertado.
Seguiremos aprovechandonos de los futuros tesoros…
Yo tambien leo este blog, y cada vez me gusta más.
Nunca las explicaciones sobre conceptos y teorias matemáticas me han resultado tan entendibles como por aquí.
Sigue asi
Enhorabuena a Peg.
El dibujo habla por sí mismo. Realmente bueno.
Gracias por las ilustraciones, Peg, y por esta en particular.
Gianni espléndido.
Ah, intentar entrar en la “íntimidad” de Dios. Obligarle a que nos dé muestras seguras de su Sí o No existencia. Cualquiera que comienza la búsqueda de Sí o ese No, es, en principio, un creyente potencial. O al menos un creyente necesitado de respuesta. Jamás encontrará a través de teoremas, filosofías, geometrías espaciales, conjunciones astrales- siglos muy lejanos- una respuesta segura. Dicen las coplas que a la fe la pintan con una venda en los ojos; En el evangelio de s. Juan leemos: “Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo?”